Junio 20, 2024

Realidad versus ficción: arte, robo y plenitud. Por Héctor Soto

Crítico literario y de cine y analista político

El ladrón de arte (Taurus, 2024), libro del periodista estadounidense Michael Finkel, y que recoge la historia de un gran ladrón francés de museos europeos, se lee mejor que una novela. Posiblemente también lo sea. En cualquier caso, es iluminadora, irresistible y apasionante.


Desde que Javier Cercas dijera que Anatomía de un instante era una novela -en rigor, una apasionante y detallada crónica del fallido golpe de estado que intentó el coronel Tejero el 23 de febrero de 1981 para derrumbar la democracia española-, los dominios de este género son prácticamente infinitos. Carrère fue por las mismas cuando dijo que Limonov, que en otra época habría calificado como biografía, también era una novela y volvió a decirlo respecto de El reino, que es mucho antes una investigación sobre San Pablo y el catolicismo que una novela.

No son estos los primeros autores que estiraron la cuerda. Muchos otros lo hicieron antes. Así las cosas, es venial decir que El ladrón de arte (Taurus, 2024), libro del periodista estadounidense Michael Finkel, y que recoge la historia de un gran ladrón francés de museos europeos, se lee mejor que una novela. Posiblemente también lo sea. En cualquier caso, es iluminadora, irresistible y apasionante.

Su protagonista es Stephane Breitwieser, un joven alsaciano de contextura más bien perdedora que, con su novia, robó durante años, en la década de los 90, una cantidad inverosímil de pinturas, marfiles, miniaturas y objetos de incalculable valor artístico e histórico de museos básicamente franceses, suizos y belgas. Pueden haber casi quinientas piezas. Tenía su método. Museos chicos e iglesias de provincia principalmente, que tienen menos resguardos.

Piezas nunca de primera línea -no La Gioconda, no Las Meninas– pero si valiosísimas, especialmente de fines del Renacimiento e inicios del barroco. Nada de violencia, de asaltos o de bandas criminales: operaba solo él y su novia, con tanta espontaneidad como destreza. Tampoco daños a las obras; Breitwieser amaba el arte, tenía la sensibilidad de un coleccionista compulsivo y riguroso y solo al final, cuando ya estaba en las últimas, robó para monetizar su pasión.

El dinero no estaba entre sus prioridades. Era un tipo pobre. Lo suyo era acumular, juntar, atesorar y gozar sin límites para sí. Nunca tuvo la menor intención de sacar las obras al mercado del arte, casi siempre poco transparente. Si lo hubiese hecho, claro, habría podido lucrar, pero seguramente hubiera caído antes.

Este libro de Finkel no solo es el demencial rescate de la experiencia de Breitwieser saqueando museos. Y no solo es una buena base para comparar sus delitos con otros análogos, partiendo por el robo de La Gioconda en 1911, el atraco a un museo privado de Boston por parte de una banda de facinerosos que arrancó a cuchillazos no uno sino dos Rembrandts enormes de su bastidor o el robo de 118 Picassos que tuvo lugar en 1976 con ocasión de una muestra en el palacio papal de Aviñón.

El texto también es una reflexión lúcida sobre las pulsiones del coleccionismo y, no en último lugar, una meditación sobre el sentido y la naturaleza del arte. ¿Por qué lo cultivan los artistas? ¿Por qué lo apreciamos nosotros? ¿Por qué puede llegar a descompensarnos? Fue lo que le ocurrió nada menos que a Stendhal, el autor de Rojo y negro, cuando de visita en Florencia en 1817, en la basílica de la Santa Cruz, fue presa de un arrebato psicosomático de palpitaciones, emociones y extravíos que lo dejaron al borde del coma.

Pasó a llamarse el síndrome Stendhal: exceso de plenitud artística y belleza. ¿Se habrá equivocado entonces Darwin cuando supuso que las especies que sobreviven son solo las que conocen el valor de la eficiencia y se abstienen del desperdicio? ¿Cómo explicar tanto “desperdicio” con el arte? Hablando en plata, en términos alimenticios, reproductivos o de supervivencia, ¿qué esfuerzo más inútil que el del arte, que es caro, exige montones de trabajo y se diría que no sirve para nada?

Si hay un gran factor que por momentos -solo por momentos- acerca este libro a la novela no es la calidad de la prosa. Tampoco la dosificación del suspenso. Lo que es resueltamente novelesco es la recomposición del personaje, para inducir al lector ver el mundo desde su perspectiva. Es lo que hace la novela como género y los novelistas como oficio. Una cosa era él en sí, con todos sus demonios; otra, su incomodidad con el mundo; otra más, la singular relación con su novia y una cosa aún mucho más compleja fue la relación con su madre.

El ladrón de arte no es solo una crónica policial. Es la tragedia de un sujeto enfermo y en caída libre. Una vez detenido, Breitwieser pasó por muchos psicólogos y psiquiatras clínicos. Tenía una personalidad narcisista, según la mayoría. Pero, a partir de ahí, generó grandes divergencias. Peligroso para unos, no tanto para otros. Incurable para los de acá, recuperable para los de allá. Tampoco se ponen de acuerdo en si era un impostor o un tipo que genuinamente amaba el arte.

Sumando un robo con otro, el botín que llegó a juntar no fue una bicoca. La BBC lo estimó en 1.400 millones de dólares.  El New York Times aseguró que podía ser bastante más.  Y un diario alsaciano local cerró su estimación en 2 mil. Atendido esos números y la pertinacia del sujeto en sus ilícitos, hasta los más indulgentes convendrían en que el tipo la sacó barata.

Los periodistas no serán el gremio más confiable del mundo, pero es curioso el efecto que tiene en nosotros saber que estamos leyendo algo que proviene de la vida real, no de la ficción. La fantasía miente, suponemos, no obstante que las pruebas no siempre corroboran eso. Se trata obviamente un prejuicio. También lo tenía el emperador Adriano, según plantea la Yourcenar, cuando estimaba que el lirismo de los poetas embellecía demasiado la realidad, que la pureza de los filósofos la despojaba de todas las circunstancias y que los historiadores la perdían en una tan intrincada trama de causas y efectos que al final nadie podía reconocerse en ella.

¿Cómo, entonces solo los periodistas dicen la verdad? ¿Aló, aló?

 

El ladrón de arte

  • Michael Finkel
  • Ed. Taurus
  • Barcelona, 2024, 260 páginas.

 

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